LA MENTE DA AL PUESTAS sospecho que en el final de un torneo de ajedrez Karpov y Kaspárov ven las caras como una ocasión de que la nariz se transforme en un caballo y se coma un ojo. Lo mismo sucede con el enfermo de fútbol. Para desacreditar de una vez cualquier cordura en estas páginas, admito que una tarde de fiebre resolví que, si los jarabes fuesen futbolistas, la media pista mucho más alarmante estaría dentro por los concluyente Robitussin, Breacol y Zorritón. El aficionado in extremis transporta una pelota entre las orejas. Pocas veces procura proteger lo que piensa por el hecho de que está bastante inquieto pensando en lo que protege. En el momento en que los suyos pisan el pasto, el planeta, la pelota y la cabeza son una y exactamente la misma cosa. Con absoluto integrismo, el fanático reza o frota la pata de conejo; en ese instante Dios es redondo y bota en forma inopinada. Sería exagerado decir que todas y cada una de las minorías extrañas al fútbol le profesan enemistad. Pese a las obvias faltas de los que piensan que chillar «Síquitibum!» sirve de algo, ciertos no honran al fútbol con otra reacción que la indiferencia. Pero tampoco falta lo que da sus cerillas a fin de que el fútbol queme en fogatas ejemplares. Odiar puede ser un exitación cultivable, y quizás las pistas cumplan la función segrega de incordiar a quienes tienen sinceras ganas de fastidiarse. Cada día, un Nostradamus sin otro apocalipsis en la agenda ve un partido, se chupa el dedo y escoge que el viento sopla en pésima dirección. ¿De qué forma posiblemente las multitudes sucumban a un vicio tan menor? El diagnóstico empeora en el momento en que el Mundial pausa las sobremesas y los matrimonios: los amigos que parecían lúcidos charlan de croatas impronunciables. No obstante, malhablar contra los pésimos deseos es inútil; nuestra amiga María va a preferir hasta la eternidad los mangos verdes y Nicole Kidman galanes inviábles de elogiar. El trabajo de chutar balones está repleto de atribuyas. Levantamos veloz inventario de lo que no se calma con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la crueldad en los estadios, la comercialización de la clase y de qué forma nos observamos mal con la cara pintada. Todo lo mencionado merece un evidente voto de censura. Pero no puede combatir contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado halla en el partido un exitación o una perversión a su medida. En un planeta donde el erotismo va de la poesía cátara a los pantalones comibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses admiten el bajo desempeño de su selección como un fabuloso fundamento para tomar cerveza, los mexicanos nos festejamos a nosotros por no tener que festejar nuestro aparato, los brasileiros secan sus lágrimas en banderas king-size en el momento en que solo alcanzan el subcampeonato y los italianos lanzan el TV por la ventana si Baggio falla un penalti. El hombre en tránsito futbolístico cede a un frenesí bien difícil de asociar con la razón pura. En los más destacados instantes, recobra una porción de niñez, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de antojos, y donde de cuando en cuando, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol tal y como si matase a un leopardo y prende las antorchas de la tribu. En sus peores instantes, el seguidor del fútbol es un idiota con la boca abierta frente a un sándwich y la cabeza llena de datos inútiles. Es evidente que la Ilustración no pasó por idolatrar héroes cuyas estampas se muestran en packs de galletas ni por admitir el nirvana que suspende el juicio y el bocado. La realidad cuesta trabajar asociar a estos apasionados con los rigores del mundo postindustrial. Pero están ahí y no hay forma de mudarlos por otros. En sociedades descompuestas Hamlet es una incitación a matar padrastros y el fútbol a cometer actos salvajes o declarar la guerra. Para ser lícitas, las taras de los seguidores tienen que ser tan inocuas como la práctica que los futbolistas tienen de escupir. Los que hemos corrido ineficazmente tras una pelota entendemos que escupir no sirve de nada, pero escupimos. Hablamos de un mantra, como el del tenista que se nucléa acariciando las cuerdas de la raqueta, solo mucho más cochino. Llegamos a un punto fundamental: si batallar el fútbol es tan infructuoso como perder el ánimo en frente de la supervivencia de las estudiantinas, elogiarlo no posee efecto proselitista. Absolutamente nadie se persuade «teóricamente» de extasiarse con un gol. Charlar de tan compartido y vulgar entusiasmo es dependiente de otras claves: prolongar en expresiones los prodigios instantáneos, imaginarlos meticulosamente hasta el momento en que se transformen en un dominio autónomo, un edén podado al raso. Para resumir: reemplazar a un Dios con posibilidades que no trabaja cada domingo. En los partidos de mi niñez, lo primordial fue que les relató Ángel Fernández, con la capacidad de editar un juego sin gloria en una riña histórica. Las crónicas de fut comprometen tanto la imaginación que varios de los enormes rapsodas contaron partidos que no vieron; prácticamente ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba; el Mago Septién y ciertos mucho más lograron inventar hazañas de béisbol, box o fútbol, desde los breves datos que llegaban por telegrama a la estación de radio. narraciones no tienen interés. Pero nada frena pregoneros, teóricos y evangelistas. El fútbol pide expresiones, no solo las de los expertos, sino más bien las de cualquier aficionado proveído del atributo bastante y dramático de tener boca. ¿Por qué razón no callamos de una vez? Pues el fútbol está repleto de cosas que claramente no se comprenden. Un genio bregado en mil peleas frota con el calcetín la pelota que aun el cronista hubiese empujado a las redes; un guardameta que había exhibido nervios de cableado de cobre, sale a divertirse con guantes de mantequilla; el aparato forjado a fuego retardado, pierde de pronto la química o la actitud o de qué forma se le desee llamar a la enigmática energía que reúne once soledades. Los cronistas de la fuente tienen que ofrecer respuestas con datos que las hagan creíbles: el abductor frotado con ungüento erróneo, la remera substituta del aparato (es horrible y hace que fallen penaltis), el osezno que el portero emplea de mascota y fue picado por un fotógrafo de otro períodico. El novelista que examina tobillos prominentes puede ensayar conjeturas mucho más descomedidas y también indemostrables. Ahora lo ha dicho Nelson Rodrigues: «Si los datos no nos apoyan, peor para los datos.» La indagación literaria del fútbol una parte de un presupuesto: la cabeza escoge los partidos y jamás entenderemos de qué manera trabaja. Lo esencial es imponderable; los lanzamientos no derivan del desempeño atlético, sino más bien de una capacidad segrega. Zidane filtra el balón a un orificio en el que no pasa nada pero va a pasar Raúl; Romario quiebra y prepara el perfil izquierdo: todos y cada uno de los ojos del estadio miran el ángulo equivocado; Valderrama se detiene, baja los brazos y duerme parado, la siesta representa la manera mucho más asombroso del ataque: la pausa. Al escrutar estas sorpresas, el cronista renuncia a tener la absoluta razón; juega contra su sombra a la forma de Gesualdo Bufalino: «Cada día lanzo penaltis contra mí. Por felicidad o lamentablemente doy siempre y en todo momento al palo.» El fútbol es una condición subjetiva. Irrealizable entender si acertamos al interpretarlo. No hay solución a la sin limites labor de confundir el balón con la cabeza. EL SENTIDO DE LA TRAGEDIA El crack solo existe cubierto de determinado dramatismo. Si bien las biografías de los futbolistas jamás son tan tristes como las de las patinadoras en hielo, es requisito haber sufrido lo bastante para tener ganas de despedir el ángulo. En 1998, a lo largo del Mundial de Francia, asistí a un entrenamiento de Brasil. De súbito, Giovanni y Rivaldo se separaron del grupo y jugaron a disparar en el larguero. Giovanni acertó 12 ocasiones consecutivas y Rivaldo 11. Ningún humano nace con esa aptitud de teledirección. Se necesita un pasado roto o necesidad o rarísimo para lograr tan obsesivo virtuosismo. Como la caminata o el ballet, el fútbol deja sublimar el padecimiento con afecciones físicas. Quienes tienen poca capacidad para transformar sus traumas en toques terminan de defensas; quienes tienen mucho más inconvenientes que talento, se especializan en la variación futbolística de la performance: romper el juego y los tobillos. Entendemos por Tolstoi que las familias contentos no generan novelas. Tampoco generan futbolistas. Es necesario mucha sed de compensación para mostrarse en frente de 110 mil entusiastas en el Estadio Azteca y billones de curiosos en la mediósfera. El hombre canta ópera o rompe récords por el hecho de que le sucedió algo horrible. En los juegos de grupo, el sentido de la catástrofe debe tocar a todo el colectivo. Pensemos en Holanda: su drama futbolístico está en no tener drama. La patria de Rembrandt tiene inconvenientes suficientes para ocasionar riñas en sus bares o realizar atrayentes las novelas de Harry Mulisch; no obstante, a sus futbolistas les falta una dosis de mal para ganar partidos. El inconveniente viene desde la histórica Naranja Mecánica. En el Mundial de 1974 Holanda era una factoría de tantos tan definitiva que podía darse el lujo de alinear a un portero con mucho más destrezas de jardinero; su capitán, Johan Cruyff, empleaba el número 14, entonces insólito o aun irreverente, y retaba las reglas mostrándose en cualquier sitio del campo. El sistema rotativo del aparato rozaba el sadismo pues incluía 2 gemelos idénticos, los Van der Kerkhof, y uno confundía en todo momento a René con Willy. Holanda se impuso como una manera del futuro y llegó a la final contra Alemania, una escuadra veterana, mucho más orgullosa de sus cicatrices que de sus facciones (ciertos de sus luchadores habían protagonizado épicas caídas: la final de Wembley, en 1966 ; la semifinal de México, en 1970). El juego avasallante de La Naranja Mecánica solo era criticado con elocuencia por Anthony Burgess, a quien el fútbol siempre y en todo momento le pareció una ordinaria y en esos días padecía que su novela se asociara, no solo con una película que no le agradó enorme cosa, sino más bien con once neerlandeses en estado de sudoración. Para el resto de los comentaristas, Holanda simbolizaba el renacimiento en pista. Suspendamos el relato a fin de que comparezca un término que implica la narración de las mentalidades y quizás la transmigración de las ánimas: la tradición. De forma frecuente sucede que un aparato pierde en un estadio por el hecho de que siempre y en todo momento ha perdido en este estadio. No sirve para nada que llegue invicto en veinte partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica zapatos dorados. El azar o los dioses o gemelos vientos hacen que pierda en esta pista. El determinismo de la tradición futbolística es abrumador. Puede suceder que todos y cada uno de los que fueron derrotados la vez previo ahora estén en otros equipos o se hayan retirado. Los nuevos solo distribuyen con ellos la remera, pero la tradición toma balones definitivos. Si bien en ocasiones estos mitos se desmoronan, la mayoria de las veces definen el resultado. Algo de este modo ocurrió en 1974. Holanda jugaba mejor pero no tenía la tradición que se consigue realizando gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un juego predecible y muy lastre; perdió contra Alemania Democrática, ganó solamente en Chile, padecía la presión de un público que demandaba fundamentos para ser pangermánico. Parecía bien difícil que se impusiese. Pero Alemania se encontraba apoyada por las sombras largas de los varios que padecieron en su nombre. Además de esto Holanda se encontraba contenta. Los futbolistas anaranjados tomaban buen vino, fumaban un cigarro o 2 al reposo del partido, recibían las visitas de sus esposas o novias (o sus esposas y novias). Los alemanes llegaron a la final como deportados del frente ruso. Naturalmente, triunfaron el partido. Cuesta trabajo que Holanda se preocupe. En la Eurocopa 2000 fue la selección mejor afeitada del conjunto de naciones. Como jugaba en el hogar, las gradas se llenaron de alegres trompetistas. Un marco idóneo para un amistoso, no para la guerra. En el momento en que Kluivert falló 2 penaltis en exactamente el mismo partido, las cámaras enfocaron al príncipe de Holanda: sonreía tal y como si estuviese en una feria. La escena revela la poca influencia que un tiro mortal tiene en Países Bajos. No contagiaremos aquí la antropología del desastre, pero en Brasil una situación semejante habría llevado a múltiples sacerdotisas a decapitar gallos a mordeduras ahora ciertos discapacitados a lanzarse al agua con las sillas de ruedas. Holanda solo va a salir campeona en el momento en que se deje perjudicar por complejos y fracasos que hasta la actualidad ignora. El sentido de la catástrofe inventa inusuales elementos; no obstante, en ocasiones el fútbol se semeja a la canción ranchera y lo bueno radica, exactamente, en salir ultrajado: «¡Qué forma de perder…!» La lengua francesa Karembeu, que pasó por el Real La capital de españa en calidad de caro suplente, se transporta todas y cada una las fotografías en el momento en que deja el campo con una angustia épica, de jerarca recién destronada. No cae enfrente de sus congéneres, cae enfrente del destino. Por supuesto, esta tolerando forma de salir bien en las fotografías resulta conveniente mucho más a los cronistas que al club. Otros capitalizan aún mejor la catástrofe. El portugués Victor Baia es un muy elegante cultivador de la indiferencia. Como los contentos holandeses, el exportero del Barcelona dedica las mejores energías a afeitarse. Sus patillas semejan trazadas por Dalí. Quizá por venir del país de la saudade, mejoró a tal nivel su melancolía que luce magnífico en el momento en que la anotan. Esta aproximación chic al desastre no contribuye a ganar partidos, pero salva la reputación del mártir excelso. El fútbol da tal repertorio de formas de proceder que no hay forma de codificarlas, más que nada por el hecho de que muchas son hipócritas. Arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y los virtuosos hacen cualquier cosa para mentir al árbitro, el fútbol es dependiente de simulaciones, en ocasiones tan naturalistas como la que protagonizó el guardameta de la selección chilena Roberto Cóndor Rojas, en el mes de septiembre de 1989 El teatro era Maracaná, y la causa de la función, eliminarse por el Mundial de Italia. El 1 chileno salió al campo con una navaja oculta en uno de sus guantes. Al notar que difícilmente podrían remontar el 0-1 que les había endilgado Careca, aprovechó que una bengala pasó cerca de la portería para caerse; sin que absolutamente nadie lo notara, se cortó la frente de un navajazo. En el momento en que el árbitro se aproximó a testificar la sangre, el guardameta notificó de que había sido logrado por la bengala. Los chilenos se negaron a reanudar el partido. Si bien estaban condenados a una derrota de 1-0 por abandono, podían revertir el resultado en la mesa de negociaciones si comprobaban que no había condiciones para jugar. Lo extraño de la historia es que Rojas terminó confesando. Actor por fin, no aguantó aguantar su embuste sin ser reconocido. La fifa lo proscribió a perpetuidad del fútbol profesional. En los montajes sobre la yerba, lo que engaña una vez debe mentir siempre y en todo momento. FÚTBOL TEATRAL Hace unos años conocí a un hombre que había fallecido doscientas ocasiones. Trabajaba de doble en películas de narcos y traileras o en eventuales westerns rodados en Durango. Era especialista en rodar por escaleras, caer de balcones y ser arrollado. Se retiró por un inconveniente en la columna y intentó aliviarlo con calmantes que le provocaron una úlcera, saldo bastante benévolo en su línea de trabajo. Ese profesional de la desaparición fotogénica podría ser futbolista. Ningún otro deporte acepta una cuota de histrionismo tan alta. De súbito, un delantero vuela por los aires, cae con increíble pirueta, rueda sobre el pasto, se transporta las manos a la cara y se convulsiona en espera de que el árbitro saque la tarjeta roja o de perdida la amarilla. ¿Qué sucede con el deportista en estado de estertor? Es atendido con una esponja húmeda en la frente y piches de agua. En unos segundos se está recuperando sin otra catástrofe que el pelo empapado y la remera desfajada. Ámbito de la resurrección, el fútbol da seres agonizantes que vuelven a correr. En el momento en que la patada de verdad da al blanco, el agraviado se queda inmovil. El faul simulado forma parte a la práctica. Como asimismo los árbitros ven televisión, saben quiénes son los mucho más propensos a desmoronarse, ahora ocasiones no les marcan ni las auténticas faltas: el silbato confunde al herido con un contorsionista y le amonesta con el orgullo de quien revela una placa de cien representaciones. En el béisbol sería impensable que un bateador se tirase aduciendo que el picher le golpeó con una pelota invisible; en el fútbol americano ningún fullback detiene su trayectoria para fingir que un defensivo le trata con «rudez superflua». Solo el fútbol incentiva las faltas imaginarias. En parte, esto se origina por que sus jueces se confunden mucho más. El pícaro de guarda puede sacar virtud del sudado hombre de negro que le observa a extenuantes veinte metros de distancia. Un lance de Francia 98 asiste para entender el poder de la pantomima. Diego Simeone, el argentino que fue símbolo de distribución al Atlético de La capital española y el Inter de Milán, mostró su amor a las velas en el partido contra Inglaterra. La justa había despertado tanto interés tal y como si se dirimiera el destino de las Malvinas. El primer tiempo superó todas y cada una de las esperanzas con un peleado 2 a 2 y un gol de museo del novel Michael Owen. No obstante, en el segundo acto David Beckham, dueño de un refinamiento en el tiro solo superado por su corte, padeció un encontronazo con el Cholo Simeone. Beckham le lanzó una patada reservada pero intencionada. Hasta aquí todo entraba en la rijosa lógica del reino animal. Entonces llegó la isabelina venganza de Simeone: Cholo se cayó como un subido Mercutio. Merced a ese ademán, la digna tarjeta de amonestación logró el rubor de la expulsión. Unos cuantos años después, con ocasión de un Manchester-Inter, que volvió a combatir a Beckham y Simeone, el argentino reconoció el tiro. Si de los mejores se disfraza de comediante, ahora tenemos la posibilidad de sospechar lo que sucede con los que no tienen otro recurso que el dramatismo. Como ese doble que cedió doscientas ocasiones, algunos futbolistas subsisten a partir de muertes transitorias. Absolutamente nadie la toma por su gusto. Lo malo es que en ocasiones la selección te transporta de Australia a Corea y de ahí a Texas, y en algún lugar te dan comer un pollo hinchado con Nandrolona. Si eres entre los 2 seleccionados para mear tras el juego, tu carrera está en riesgo. Asimismo se dan casos de deportistas intoxicados, no por el azaroso consumo de senos en tres continentes, sino más bien por el preparador físico. No es moco de pavo consolar a un jugador que extraña a su familia o, peor aún, que no sabe qué extraña y mira los muebles tal y como si estuviesen en el último puesto de la tabla de clasificación. De ahí que sirven las gregeas motivacionales. Los futbolistas desayunan pastillas para un banquete de astronautas. No todas y cada una son vitaminas; ciertas son antioxidantes, otras son estancias. De estas últimas es dependiente que el médico del aparato conserve su trabajo. En el momento en que el doctor afirma que el dopaje no asistencia a divertirse como Maradona, quiere decir que receta estimulantes en el límite de ser detectados. En el fútbol moderno un aparato resuelve intereses millonarios un par de veces por semana. Esto llevó a una tensa relación entre los antídotos químicos y el riesgo que sean descubiertos. Los turboenergéticos son el supersticioso recurso de laboratorio de una actividad donde Rivaldo, que ya hace un año pasea tal y como si hubiese pisado un nopal, debe correr el domingo próximo. Los tónicos se semejan a la vida tras la desaparición: mejor opinar en sus efectos por si acaso hay. No hay aparato sin pastillas ni paranoia fisiológica. Para protegerse de un planeta contagioso que provoca que el crack orine un secreto, las escuadras se concentran en reclusorios de cinco estrellas donde mastican milanesas estrictamente observadas. El miedo al contacto sexual no es menos fuerte. Se conoce de entrenadores cuyo primordial táctico es mandar flotillas de rameras al hotel del enemigo. Antes de publicar su ataque, el entrenador da una plática de pizarra: no tiene que ver con agradar a los oponentes, sino más bien de reducirlos con la extenuante irritación de las películas porno. El desgaste se evitaría dando permiso visitas conyugales a las concentraciones. Pero en el fútbol prácticamente todo es metafísico. Una sabiduría conventual señala que el jugador que eyacula la víspera del partido se priva del deseo de sublimarse en esa versión trascendente del orgasmo que es el gol. En las verduras hervidas se añade la dieta erótica. Estos sufrimientos son inferiores equiparados con la auténtica tortura, la coyuntura que domina la día de un futbolista y frecuentemente escoge su accionar: no realizar nada. En las concentraciones, un aparato se compone de veinta uniformados que matan las horas como tienen la posibilidad de. Nintendo, los juegos de riñas y la contemplación del techo distraen un tanto, pero tienen la posibilidad de erosionar el cerebro en forma indetectable hasta llevar una pifia a la pista o, peor aún, a comunicar talco para los pies. La soledad de las concentraciones es grave, entre otras muchas cosas, por el hecho de que está muy compartida. Tus hijos son las fotografías que te mandaste estampar a la pijama y tu compañero de cuarto es un fragancia bastante próximo. Aun los clubs apoyados por Armani hacen que sus players duerman por parejas. Los rigores del marcado personal son una broma en frente de esta obligada convivencia. En una ocasión pregunté a un jugador profesional del que charlaba con el compañero. La contestación revela entre las ricas opciones de la psicopatología: «No charla conmigo. Charla con el pene. Le afirma Ramón y le recuerda lo que han vivido juntos.» No me extrañó que tiempo después el entrevistado, un hombre cortés y relajado, que usaba la palabra «pene» por deferencia frente a los medios informativos, se transformara en suplente del aparato. Los monólogos que su compañero dirigía a Ramón le habían transformado en alguien que venía balones y miraba cosas que no estaban en la pista. y la aptitud de tolerar tatuajes y humores bastante próximos de un presidiario. Mientras que los astros pasean como zombies por los corredores de un hotel, especulamos en lo que van a hacer en el partido. Su apartamento lúcida premoniciones. Las expresiones llenan las muchas horas en las que el fútbol está «vacío» o solo se compone de players sin otra substancia que el aburrimiento. Charlamos de lo que no observamos. Una vez asistimos al partido, charlamos de lo que no supimos o no comprendimos. Las pistas tienen un sótano poblado de supercherías, complejos, fobias, dramas, esperanzas. Algo ilocalizable y obscuro debe argumentar por qué razón Morientes, un jugador sin otro lucimiento que la efectividad, deja de anotar a lo largo de un buen tiempo, negando su naturaleza, y en el momento en que por último adivina empuja a Roberto Carlos para evitar que lo felicite, tal y como si no mereciese otra celebración que el ultraje o tal y como si recuperara la identidad para vengarse, no del resto, sino más bien de los suyos. Pero los secretos no entregan las llaves. La atracción del fútbol es dependiente de su renovada aptitud de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero existe, como el desarrollo del pasto o la circulación de la sangre. De súbito, Zidane halla un vacío y enfila hacia la nada: lo invisible es la seguridad de que nos consta. –
Término del cabezazo
El golpe con la cabeza es una técnica individual de trasmitir fuerza a la pelota con cualquier área de contacto de la cabeza.
Es un recurso fundamental para cualquier futbolista tanto en acciones protectoras como ofensivas por el hecho de que nos asiste a proteger mejor ahora tener mucho más opciones de marcar gol.
Interior
La conducción con interiores del pie ha de ser la primera en comunicar a la iniciación. Si bien es una conducción mucho más lenta que el resto, para el jugador aprendiz resulta ser la mucho más fácil siendo una área de contacto parcialmente grande. Para efectuarla, se virará levemente la cadera toda vez que golpeamos delicadamente la pelota a fin de que de este modo tengamos la posibilidad llevar la pelota on-line recta.
Esta área de contacto solamente se usa para una conducción, es lenta y realmente difícil de hallar llevar la pelota en línea recta.
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